La Orquesta Académica Municipal de Grecia, sus metas
La tormenta de los timbales, la dulzura de las campanas y nuestras raíces en la marimba
Los timbales son el origen de la tormenta.
Nacidos del cruce entre la percusión primitiva y la ingeniería acústica europea —desde los nakers medievales hasta su consagración sinfónica en Beethoven y Berlioz—, los timbales son cobre, tensión y arquitectura visible. Su forma no es decorativa: se explica a sí misma, revela sin pudor cómo el sonido nace de la materia y del gesto humano. Su vibración no pide permiso; invade el espacio acústico, lo modela, lo sacude. No acompañan: anuncian, sentencian, abren grietas.
Si una orquesta fuese geografía, los timbales serían volcanes activos: no siempre erupcionan, pero su sola presencia recuerda que la tierra está viva. En nuestro entorno inmediato, casi no existen orquestas pequeñas que se atrevan a esta densidad, a esta potencia física del sonido. Por eso, su presencia no es un exceso: es un acto de exotismo deliberado frente a la neutralidad sonora de lo habitual.
Tras la tormenta, surge el contraste necesario: las campanas tubulares.
Herederas lejanas de las grandes campanas de las catedrales europeas —instrumentos que durante siglos marcaron el tiempo civil, religioso y humano—, las campanas tubulares nacen en el siglo XIX como una miniaturización poética de aquel bronce monumental. Son, en cierto modo, un bonsái sonoro: no poseen la masa de las torres góticas, pero conservan su espíritu.
Su función no es competir con la fuerza, sino atravesar el aire con precisión y dulzura. Anuncian, pero también cantan. Dialogan con la tormenta de los timbales como la luz conversa con la sombra: penetran el espacio, lo afinan, lo humanizan. Allí donde lo convencional suele caer en lo plano o lo meramente decorativo, las campanas recuerdan que el sonido puede ser vertical, simbólico, casi litúrgico.
Y finalmente, cuando el oído ya ha sido sacudido y elevado, aparece la raíz: la marimba.
Instrumento de origen africano, injertado en América y profundamente enraizado en Centroamérica, la marimba no es solo un color tímbrico: es memoria colectiva. En Costa Rica —y de manera muy especial en Guanacaste— la marimba es suelo, es identidad, es comunidad hecha sonido.
Aquí no cumple un rol folclórico reducido ni ornamental. Dialoga de igual a igual con los timbales y las campanas, aportando calidez, cuerpo y pertenencia. Es el puente entre lo ancestral y lo académico, entre lo telúrico y lo estructurado.
Sumados a los instrumentos convencionales —piano, trompeta, saxofón, corno, oboe, flauta, Clavinova— no buscamos repetir la fórmula segura, correcta y casi muerta de tantas agrupaciones que suenan bien pero no dicen nada. Nuestra tarea es otra: preparar un manjar para el oído, despertar, incomodar suavemente, devolverle al sonido su capacidad de asombro.
No aspiramos a la comodidad de lo reconocible, sino a la vivacidad de lo necesario. A humanizar, a transmitir, sin cinismo ni concesiones, los grandes principios que han sostenido la cultura cuando esta aún creía en sí misma: el bien, la belleza y la verdad.
Última actualización: 23/12/2025










